A un océano de distancia

Una extraña sensación me acompaña en estas últimas semanas. Difícil de explicar pues es de esas veces en las que pareces tener una espina en lo más hondo de tu ser clavada, rasgando la hipersensible carne roja del interior humano. Es realmente rara y siento que se agranda.
El tiempo sigue corriendo mientras yo paso mis días sentado y contemplando la sucesión de imágenes idénticas; una tras otra, sin diferencia alguna.




Los días son tan planos aquí. Uno no es consciente del transcurrir del tiempo, es como saber que los casquetes polares se están derritiendo allá a lo lejos, como en otro planeta. Te sientas y observas, sale el sol y lo ves ocultarse tras ese horizonte púrpura. Bien, un día más.
Pero he aquí donde yo encuentro alguna razón por la cuál me siento así. Los días ya no son simplemente “un día más”. Desde hace meses el tiempo avanza y arrastra consigo el cambio de vida. Siento como empiezo a despojarme de manera inconsciente de la piel vieja. Muerta se desprende de mí con el simple roce de vientos peregrinos. Empiezo a notar el escozo del sol en la piel nueva. Empiezo a ser más consecuente con la decisión tomada y con ello valoro de forma muy distinta todas esas cosas que están a punto de sufrir un cambio tan grande (o incluso mayor) del que yo estoy a punto de experimentar.
Me voy lejos ¿sabéis? Tan lejos que no puedo calcular el impacto que esto tendrá sobre todo mi yo. Es una epopeya. Una verdadera aventura que me traerá tantas cosas nuevas, experiencias vitales necesarias para concebir al Hombre Nuevo en el que tanto deseo convertirme. Enseñanzas de la índole más pura y humana que necesarias para rellenar esos enormes agujeros negros como la noche que hace tiempo se abrieron en mi interior. Es la vivencia con la que tanto soñé, esa misma que hoy me hace latir de nuevo y que me mueve, la que hoy también me congela la sangre y mantiene en un estado de catatonia emocional.



Quizá sea simple y llano miedo. Del mismo tipo que uno puede sentir al abrir un negocio en esos días de crisis mundial o al escuchar al marido de tu amante abriendo la puerta de la habitación. No sé, miedo, supongo que de algún modo u otro todos lo habréis experimentado. Sabéis a que me refiero. Y quizá sea eso, pues os juro que estoy paralizado en muchos aspectos. Pero... ¿miedo a qué? ¿no es acaso ésto que ahora llega con el ocaso de los días, lo que tanto ansiaba?
Sí. Es lo que deseaba desde hace años. Pero joder, seamos sinceros, sigue vivo en mí ese niñito de carnosos mofletes rojos que no puede ver cómo mamá le deja solo en un lugar desconocido con caras siniestras jamás vistas. Soy todavía un perezoso come-dulces cuyo único logro en la vida es el de haber erosionado los cojines del sofá dejando en ellos la silueta de su fofo cuerpo. No soy más que un chico de la calle: peleas, alcohol, drogas y esas mierdas con la que uno se cría. ¿Es qué acaso no estoy preparado y es por ello qué tengo miedo? Quizá sea eso...
Sí ¡qué narices! ¡SÍ! Es eso y lo sé. Lo sabéis; lo saben; lo sabemos.



He recibido noticias desagradables de niño, las he tragado como pura hiel, hasta oírlas ahogarse con grandes espasmos en mi estómago. He sido objetivo de palos bien grandes de la vida y porto las marcas en el rostro de mis noches más oscuras, pero apreté los dientes hasta oírlos crujir de rabia sin parar de obligarme a levantarme y seguir. He visto la muerte sonreírme a lo lejos mientras a mi alrededor las voces se rasgaban en gritos de lamento y auxilio. He sufrido tanto y sentido la desgracia acariciando mis hombros... y sin embargo he seguido siempre adelante con determinación férrea y desafiante convicción. Todo para alcanzar mis metas y dar forma a mis sueños. Nada a sido fácil, no quedaba tiempo para otros asuntos. Era una lucha de supervivencia; se trataba de plantarme firme ante la adversidad o dejarme arrastrar por ella.

¿Cómo puedo temer a un desafío nacido de mi más intrínseco deseo y mis más puras ansias de libertad, habiendo superado tantos obstáculos ajenos a mí? “¡Puedo con ello!” me digo.
Me mueve la búsqueda de ese horizonte lejano dónde pueda encontrarme conmigo mismo. Normal tener esa inquietud, pero no es la causa de mi miedo... no, no lo es. No me acojona el desafío, no me causa más que una leve alteración el imaginarme una vida como la escogida. Largas caminatas a través de ciudades y países nuevos. Dormir en cualquier parte bajo un techo de nailon. O incluso el impacto de la realidad más cruda en las expresiones más dramáticas posibles. Estoy curtido para ser fuerte frente a todo y entregarme al 100% en cada momento. No es lo que me amedrenta. Puedo con ésto y lo sé.
¿Qué es lo que te achanta entonces, tío? Pienso... esos tres últimos puntos son aproximadamente 15 minutos de reflexión y búsqueda de un motivo válido que calme todo. ¡Pero al fin lo tengo!
DISTANCIA.



Eso es, vaya idiotez. Pero me asusta y bastante.
Vivo en Alemania, estoy lejos de casa, de mi familia y de toda mi vida. Pero no lo es lo mismo, seamos realistas. Desde aquí cojo un avión y me planto en 2 horas en casa, abrazo a mi madre, despacho a una chica y acabo durmiendo la mona en mi cama. Esto no es nada, no he saltado el redil, simplemente estoy pegado al cercado; me mantengo dentro de la segura mirada de Mamá Sociedad. Esto no es distancia. Pero imaginar un océano como elemento distanciador y que me aleje de todo lo que conforma mi piel vieja, mi vida vieja... eso si es distancia. Eso si me asusta.
Mientras escribo me imagino en un cascarón de madera muerta con una vela arcaica hecha con un calzoncillo amarillento sorteando un oleaje furioso dispuesto a hundirme. Volver la vista y ver sobre un pedazo de tierra estéril, como púas que apuntan amenazantes al sol, las siluetas de todos mis seres queridos. Cada ola que rebaso, cada metro de oscura profundidad que crece bajo este cascarón flotante, cada sonido cercano y nuevo... todo eso supone un poco más de distancia entre ellos y yo. Nadie se despide, todos damos por echo que la distancia marca el adiós.
Sí... kilómetros de distancia. Miles de ellos. Entre ellos y yo. Eso si que es saltar el cercado, mandar a la mierda a Mamá Sociedad y huir tan lejos que la distancia devore como carroña el rastro de mis pisadas.

La distancia me asusta. Siento como se sienta sobre mi pecho, plomiza y burlona. Y aún no he partido; aún no ha empezado a crecer... Sólo me queda una salida: combatirla como aprendí; plantarme firme ante ella y no dejarle cancha.
Y es lo que haré. Pues recuperando recuerdos cubiertos de polvo de lo más hondo de mi archivo, he descubierto que jamás estuve solo. Jamás afronté las embestidas de una vida decidida a tumbarme sin la ayuda de mi familia y amigos. Jamás estuve tan acompañado como lo estoy ahora; a las puerta de mi gran aventura. Me siento arropado por todos aquéllos a los que quiero. Y eso me devuelve la calma y las fuerzas indispensables para afrontar este nuevo reto.
Se alivia el estupor provocado por ese miedo a la distancia segregadora al imaginarme de nuevo sobre ese conjunto de maderas, ahora reventadas tras la larga travesía por ese océano furioso y ver que allí, en la lejana y desconocida porción de tierra fértil se dibujan las siluetas de todas las personas que quiero agitando y abriendo sus brazos llenos de amor para recibirme.
La distancia es enorme, incalculable desde aquí. Pero sé que ellos siempre la recorrerán conmigo.



Gracias a todo por estar conmigo.






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