La chikungunya afecta... ¡al cerebro!




Desconozco lo que va a salir de esto, me la pela si os soy sincero. Pero estoy escribiendo bajo los efectos de un bajón inmunológico que aturde mis sentidos y zarandea mi cerebro de forma caprichosa. Temo que sea la chikungunya, esa versión tan de moda en México del viejo y aburrido dengue. Vamos que quizá éstas sean las últimas líneas de un enajenado mental común, de ésos que viven en el montón de enajenados mentales del mundo, y pasen a convertirse en las primeras de un enfermo insulso encuadrado en un grupo de afectados por ese dichoso virus.




La chikungunya es una variación más sofisticada y “guachi-lerendi” del dengue. Por la información que manejo gracias a mis últimas noches de pláticas con eruditos de la más baja estofa, es “una jodienda mu seria”. Según los últimos estudios que estos expertos han llevado a cabo entre las caladas de alguna roca mágica y la ingesta de ciertos papeles trucados, la chikungunya (a la cual pasaré a llama “La Chiki” porque estoy harto de tener que buscar en líneas anteriores cómo puñetas se escribe) se contagia por la picadura de un mosquito “infectado”, lo cual dibuja un panorama de nematóceros de ojos rojos y una sed de sangre a la que infectar que perturba mi sueño y trae la paranoia más enfermiza a mi mente cocida. “La Chiki” tiene unos efectos bien claros, de esos tan básicos y reconocibles que el doctor te despachará en segundos en su mohosa consulta tras el previo pago de 40 pesos protocolarios.

Entre estos efectos destacan la sensación de tener un grano en forma de cacahuete palpitante en y pesado sobre los hombros, ganas constantes de dejarlo caer y desear que reviente abruma al individuo infectado y hace insoportable su concentración a la hora de finalizar un sudoku o manipular dinamita. A esta sensación de “Mr. Peanut” hay que sumar un dolor articular que engarrota el cuerpo hasta el extremo de necesitar ayuda para morderse las uñas o rascar uno de esos enormes cráteres que la picadura de uno de esos mosquitos dejó en tu piel, porque ésta es otra de las cosas que trae el mosquito sediento de sangre: unos granos del tamaño, textura y color mortecino de un ojete de babuino; uno arrasca y consigue abrir verdaderas heridas purulentas y sangrantes, de las cuales sale una sustancia tibia y con sabor a Snikers de la que el individuo llega a sentirse adicto.

Este último punto requiere un trato pormenorizado, pues es, sin duda alguna uno de los puntos más graves para los eruditos (entre los que me incluyo después de 3 noches de trabajo de calvo [ojo, ¿calvo, Adrián? ¿realmente se dice calvo?...ellos eran calvos, supongo que sí...vale tío, yo confío en ti pero ya sabes que un calvo no es de fiar....sí tío, pero bueno, ellos me aceptaron tal y cómo era; creo que les amo...sí; yo también...]). El individuo pasa a sentir la abrumadora y corrosiva sed que mueve al ejercito de dípteros infectos, experimentando así la necesidad de ingerir sangre humana con la que llegar a calmar una quemazón que nubla su sentido y los convierte en seres de voz de trompeta y toca-pelotas. Sin saber cómo ni por qué, sale en busca de esa víctima a la que abordar sin importar el momento o lo que ésta esté haciendo, un “me la peeeeeela wiiiiii sangreeeeeeeee fresssshquita wiiiiii” recorre el cerebro del individuo y ataca de la manera más vil y repugnante a la víctima ya sea en la cama o en medio de una ceremonia adventista.

La sed nubla la condición humana y acerca al individuo a una metamorfosis repugnante, llenando de este modo las ciudades de unos engendros de aspecto antropomorfo pero al cual empiezan a nacerle de la espalda las alas que, finas y translúcidas como papel de fumar, pronto empiezan a zumbar otorgando al infectado la capacidad de volar. Ciudades enteras empiezan a ser objeto de ataques indiscriminados de individuos voladores que abordan a transeúntes indefensos, para después elevarse a grandes altura donde absorben la sangre de éstos y desde las cuales lanzan el cuerpo tumefacto, que explota en el piso manchando las fachadas de edificios y los vestidos de las señoras ricachonas que consiguieron su fortuna envenenando a sus maridos... ¡qué petardas!

  • Pues así fue cómo conocí a vuestra madre, niños, un día en el que me sentó mal un kebab y ella me encontró vomitando junto a un contenedor amarillo, ¡fue lindísimo! Ojalá la hubieseis visto sujetarme el pelo para que no me manchase, sin importarle que sus pies arrugados y de uñas rapaces se cubrieran con pedacitos de remolacha y carne de rata sin digerir. Fue entonces cuando tuve la sensació de que la amaba y bueno, años después aquí estáis vosotros y también Jordi Hurtado y el tito Adolfo y...
  • Papá, el tito Adolfo se tiró a mamá ante nuestra incrédula mirada nº23 de niños-cyborgs.
  • Si, hijos, por ello hoy estamos cenando el nabo rancio del tito y la frutita marina de mamá
  • ¡Sííí papá! ¡y mañana ambos serán caquita!
  • Jajaja, inocentes niños-cyborg, ¡ellos siempre fueron caquita!

Comentarios


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